miércoles, 10 de marzo de 2010

El humor de la virtud

Decía George Bernard Shaw que "toda tarea intelectual es esencialmente humorística". Detrás de la brillantez y ligereza de esta frase se esconde, en realidad, una idea de enorme profundidad: el sentido crítico es consustancial al ejercicio de la inteligencia (como puso de manifiesto Descartes al formular la primera regla del método: "No admitir jamás como verdadera cosa alguna sin conocer con evidencia que lo es") y, a su vez, el humor, en cualquiera de sus variantes es inseparable de aquél.
El humor es según Savater, la forma primaria que adopta el discurso que denuncia las contradicciones de lo real. Podrían distinguirse dos importantes variantes: el humor revolucionario y subversivo y el humor defensivo del orden. Pero, como concluye el mismo autor, ambas formas de humor son socavadoras de lo reinante pues el mismo humor reaccionario denuncia, al denunciar la negación, lo mismo que la negación denuncia, esto es, la presencia de una contradicción.
Por otra parte, el humor es una disposición subjetiva frente a uno mismo, frente al mundo y la vida. En definitiva, afirma Hegel que es un indicio evidente de que poseemos criterio, en la medida en que nos muestra que sabemos comprender las leyes del contraste y acertamos a darnos cuenta de ello. A tales fines, utiliza recursos muy diversos: la ironía, la sátira, el aforismo, la paradoja, la parábola...
Puede mostrarse como paradigma del humor en el ejercicio intelectual el conocidísimo inicio del Discurso del Método de R. Descartes:"El buen sentido (o razón) es la cosa que mejor repartida está en el mundo, pues todos juzgan que poseen tan buena provisión de él que aun los más difíciles de contentar en otras materias no suelen apetecer más del que ya tienen."
Tan difícil es concebir la razón sin el humor como la virtud sin el rubor, pues ambos son el color natural de una y otra.
Del mismo modo que la inteligencia no se limita a recoger pasivamente la realidad tal como se muestra, sino que la compara con un patrón interior, que le da sentido, pone cada cosa en su lugar, de modo que se patentizan los contrastes y las ausencias haciendo surgir la risa, el rubor pone de manifiesto la existencia de un patrón moral: el que se ruboriza posee un modelo ético y lo pone en ejercicio, muestra en definitiva sensibilidad moral. Podemos decir por ello que el rubor es el humor de la virtud.
Estrechemos pues los lazos del rubor y el humor. Ambos son efectos inmediatos de los dos grandes ámbitos vitales del ser humano: el moral y el intelectual. Las interrelaciones son evidentes. Podemos por ello pensar que es natural que cuando confrontamos la realidad con nuestros patrones interiores, realizamos una función compleja en la que introducimos parámetros morales y racionales de modo que humor y rubor se combinan.
Es de todos sabido que el virtuoso Julio César, acosado al pie de una estatua en el Foro por los puñales de sus amigos, descubre entre sus rostros el de Marco J. Bruto, su ahijado, y tras exclamar "tú también, hijo mío", deja caer los brazos y ya no se defiende más.
A la Historia le gustan las repeticiones. Veinte siglos después, en un lugar del extremo oeste europeo, la virtud es atacada por los etéreos e invisibles puñales de algunos de sus públicos servidores. Entre ellos atisba la presencia de un hombre al que tenía por solemne- quizás el hombre más solemne de su tierra- y por rojo y feminista -quizá el hombre más rojo y feminista de su tierra- y, como tal, por su ahijado. Tras exclamar: "te conocerán como el superlativo también por tus defectos, hijo mío", la virtud deja caer los brazos y se marcha al exilio.
"Cuando era joven, me olvidé de reir. Más tarde, cuando abrí los ojos y ví la realidad, empezé a reir y no he parado desde entonces" (S. Kierkegaard)

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