martes, 23 de mayo de 2017

¡Joder, qué tropa!




Cuentan las crónicas que siendo D. Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, primer ministro de su majestad Alfonso XIII, se dejó tentar por la vanidad de ser nombrado académico de la Lengua, distinción intelectual con la que soñaban en la intimidad todos los grandes de España. Lo malo era que había que trabajarse los votos de los académicos uno a uno, algo que para un presidente del gobierno no dejaba de ser humillante, sobre todo porque los académicos ya entonces eran unos señores muy suyos. Aún así don Álvaro cumplió con el Vía Crucis de ir casa por casa y consiguió arrancarles el compromiso del voto. Pero la Restauración era una época enloquecida donde los gobiernos caían antes de llegar a cumplir su mandato y en medio de aquella vorágine el conde de Romanones pasó a ocupar el banco de la oposición, sin abandonar por ello sus ínfulas intelectuales. Su ingreso en la Real Academia se decidió una tarde mientras él asistía en el Congreso a un debate rutinario, al que no debió prestar mucha atención, pendiente como estaba, con el alma en vilo, de los académicos. Pero antes de que acabara la sesión parlamentaria, se le acercó un ujier con el rostro cariacontecido
-¿Qué ha pasado?, le preguntó.

-Señor conde, no ha tenido usted ni un solo voto.
Fue entonces cuando el político se atusó los bigotes y acordándose, supongo, de las madres de todos los académicos, pronunció aquello de:
-¡Joder, qué tropa...!
 (Susana Fortes, El País, 25 de marzo de 2007)



El Conde de Romanones
fue ministro principal
que presidía formal
del Consejo las sesiones.
Mas buscó otras aficiones,
pues su gran tarea diaria
en sede parlamentaria
era enervante y tediosa,
y con unción laboriosa
profesó fe literaria

Ufano de su dominio
de la lengua castellana,
con vanidad muy mundana
formuló este vaticinio:
'Recabaré el patrocinio
de gentes de la bohemia
que dan lustre a la Academia
y pagando algún almuerzo
ya veréis que sin esfuerzo
como Miembro se me premia'

Romanones se engallaba
pues pasaba que aquel día
el Gobierno presidía
y en toda España mandaba.
 Con los votos él contaba,
pues todos con vehemencia
-y una cierta reverencia-
ensalzaban las virtudes
y magnas excelsitudes
del verbo de su Excelencia

Mas del Rey perdió confianza,
el Conde fue al ostracismo
y un viento de escepticismo
transformó cañas en lanza.
Los Miembros, con gran mudanza,
al Conde le dieron popa
y a su ambición mucha estopa.
Ni siquiera obtuvo un voto,
y el Conde, con cierto choto,
sentenció '¡Joder, qué tropa!'