Cuentan las crónicas que siendo D. Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, primer ministro de su majestad Alfonso XIII, se dejó tentar
por la vanidad de ser nombrado académico de la Lengua, distinción
intelectual con la que soñaban en la intimidad todos los grandes de
España. Lo malo era que había que trabajarse los votos de los académicos
uno a uno, algo que para un presidente del gobierno no dejaba de ser
humillante, sobre todo porque los académicos ya entonces eran unos
señores muy suyos. Aún así don Álvaro cumplió con el Vía Crucis de ir
casa por casa y consiguió arrancarles el compromiso del voto. Pero la
Restauración era una época enloquecida donde los gobiernos caían antes
de llegar a cumplir su mandato y en medio de aquella vorágine el conde
de Romanones pasó a ocupar el banco de la oposición, sin abandonar por
ello sus ínfulas intelectuales. Su ingreso en la Real Academia se
decidió una tarde mientras él asistía en el Congreso a un debate
rutinario, al que no debió prestar mucha atención, pendiente como
estaba, con el alma en vilo, de los académicos. Pero antes de que
acabara la sesión parlamentaria, se le acercó un ujier con el rostro
cariacontecido
-¿Qué ha pasado?, le preguntó.
-Señor conde, no ha tenido usted ni un solo voto.
Fue entonces cuando el político se atusó los bigotes y
acordándose, supongo, de las madres de todos los académicos, pronunció
aquello de:
-¡Joder, qué tropa...!
(Susana Fortes, El País, 25 de marzo de 2007)
El Conde de Romanones
fue
ministro principal
que
presidía formal
del
Consejo las sesiones.
Mas
buscó otras aficiones,
pues
su gran tarea diaria
en
sede parlamentaria
era
enervante y tediosa,
y
con unción laboriosa
profesó
fe literaria
Ufano
de su dominio
de
la lengua castellana,
con
vanidad muy mundana
formuló
este vaticinio:
'Recabaré el patrocinio
de gentes de la bohemia
que dan lustre a la Academia
y pagando algún almuerzo
ya veréis que sin esfuerzo
como Miembro se me premia'
Romanones
se engallaba
pues
pasaba que aquel día
el
Gobierno presidía
y en
toda España mandaba.
Con los votos él contaba,
pues
todos con vehemencia
-y
una cierta reverencia-
ensalzaban
las virtudes
y
magnas excelsitudes
del
verbo de su Excelencia
Mas
del Rey perdió confianza,
el
Conde fue al ostracismo
y un
viento de escepticismo
transformó
cañas en lanza.
Los
Miembros, con gran mudanza,
al
Conde le dieron popa
y a
su ambición mucha estopa.
Ni
siquiera obtuvo un voto,
y el
Conde, con cierto choto,
sentenció
'¡Joder, qué tropa!'
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