Érase de un joven monje
que decidió profesar
en una antigua Cartuja,
no muy lejos de su hogar.
Las normas de ese convento
no permitían hablar,
tan sólo el Prior podía
algún salmo recitar.
Al resto, la estricta Regla
les imponía callar,
“Cartuja del Gran Silencio”
era el nombre del lugar.
Hete aquí que el joven monje
al Prior fue a preguntar
por las reglas de conducta
que debía respetar.
Contestó el Prior muy serio:
“Es sencillo de explicar,
en invierno y en verano
en silencio habrás de estar.
Al llegar la primavera,
todo el tiempo has de callar
y por supuesto en otoño
ni una voz se ha de escuchar.
Desde el alba hasta el ocaso
tendrás prohibido charlar,
no ha de oirse ni un murmullo,
ni siquiera un susurrar.
Mas el mandato no es duro
pues tiene excepción cabal:
Una vez cada tres años
tendrás venia para hablar.
Podrás decir dos palabras,
ni una menos, ni una más”
El joven monje aceptó
y a una celda fue a habitar.
Sucedió que en la Cartuja
quien debía cocinar
era el monje fray Servando,
que no sabía guisar.
Su comida era un engrudo
imposible de tragar
y nuestro joven cartujo
que era un orondo zagal
se consumía en silencio
sin pitanza que zampar.
Pasaron al fin tres años
y el Prior mandó llamar
de su celda al buen cartujo
instando al muchacho a hablar.
“¡Dí si quieres dos palabras,
ni una menos, ni una más!”
Nuestro monje, concentrado,
tras de un largo cavilar,
afirmó: “¡Comida mala!”
y después tornó a callar.
La celda del monasterio
do moraba el buen zagal
presentaba un gran defecto
y es que el catre estaba mal.
Digo mal y no exagero,
cada tabla era un puñal
que se clavaba en su espalda
hecha un puro cardenal.
Otros tres años pasaron
y el Prior tornó a invitar
a nuestro joven cartujo
por si de algo ansiaba hablar.
“¡Dime presto dos palabras,
ni una menos, ni una más!”
Llevaba el monje pensado
lo que iba a contestar.
Dijo firme: “¡Cama dura!”
y después tornó a callar.
Afectaba al buen cartujo
otro profundo pesar
y es que en esa celda hacía
siempre un frío de pelar.
Ante el Prior, tras tres años,
acudió el cartujo a hablar,
como ordenaba la Regla
que prometió respetar.
“¡Expónme tus dos palabras,
ni una menos, ni una más!”
Alzó el joven la mirada
y se atrevió a declarar
entre dientes: “¡Celda fría!”
y después tornó a callar.
Otros tres años pasaron,
-sumando doce en total-,
y el Prior instó al cartujo
al “rito” de “platicar”:
“¡Suelta ya tus dos palabras,
ni una menos, ni una más!”
El cartujo, ya algo viejo,
miró al Prior sin dudar
y dijo triste: “¡Me largo!”
...y se marchó del lugar.
Al pirarse del convento
oyó al Prior exclamar:
“¡No me extraña que te vayas,
me alegra verte marchar,
desde que estás con nosotros
no te paras de quejar!”
*
(Dedicado a mi nieta Mar)